domingo, 22 de junio de 2014

Soledades III






     Bueno, me dijeron que escriba esto (Lucas otra vez, como de costumbre). Creo que la otra vez anterior había escrito sobre la otredad. Sobre el Otro. Sobre el miedo que genera la mirada del Otro. Y es así: estamos juzgamos todo el tiempo por el otro. Todo lo que hacemos, todo lo que decimos, es juzgado, puesto a prueba. ¿Pero es así? ¿No somos completamente libres? ¿Existe el libre albedrío? No. No existe. Uno no hace lo que quiere. Siempre está puesto a prueba. En lo que sea. Siempre hay trabas, presiones internas y externas. Y eso es lo que nos da miedo: que nos juzguen. Que nos amenacen con castigarnos. Que no nos dejen ser libres. La culpa no la tiene el otro (o sí, pero no directamente) la culpa es nuestra. Somos culpables de vivir. Somos culpables de sentir. Somos culpables de existir, acá, en este mundo, en esta realidad, con estos amigos, con estos amores, con estas amarguras. Somos, constantemente, culpables de lo que hacemos. De lo que no hacemos. De lo que dejamos de hacer. De nuestras angustias, de nuestras soledades, de las alegrías. Algo escribí la otra vez sobre lo que no se puede decir. Eso que no se puede decir, eso que no se puede nombrar, lo innominado, somos nosotros. Es nuestro yo. Nuestras identidad. Y la identidad se conquista. Se construye. Con uno mismo. Con los otros. Contra uno mismo. Contra los otros. O no. A veces peleando contra nadie. Eso, el yo, la individualidad, existe, tiene entidad, es metafísicamente fiable, pero es difícil de captar. Difícil de aprehender. Díficil de entender. Una persona nunca se puede definir a sí misma. Nunca puede comprender totalmente su yo: ese yo no es totalidad racional. Es desgarro. Es historia, es tragedia. Más que nada porque la construcción del yo es un camino sinuoso; adentrase en la propia historia siempre tiene algo de trágico: ¿por qué las cosas son así y no de otra manera? Siempre hay algo de incomprensible. "Yo, mi historia, los otros". Ese conjunto no es lógico. Es trágico. Mal o bien. Más mal que bien. Con más obstáculos que ventajas. Como decía Hegel, en la historia las páginas de felicidad son pocas, toda la historia es una gran guerra, un gran valle de lágrimas. La historia, repetía Marx, está embadurnada de sangre. Y el final no lo conocemos. No sabemos qué va a pasar con nosotros. No sabemos, tampoco, qué va a pasar con la realidad que nos rodea. No sabemos nada del futuro. Podemos proyectar, podemos planificar una vida. Pero esa vida da sorpresas. Nos muestra, nos devela caminos que no conocíamos. Angustias, amores, frustraciones, pesares. Alegrías; y de nuevo, nuevas angustias. Se construyen muros que tenemos que derribar. Al final, solo al final, hay alguna luz. Mejor dicho: hay preguntas que nos iluminan un poco más.
     Me acuerdo de haber hablado estas cosas muchas veces. Muchas. Con Ariel hablábamos de esto sin saberlo. Del destino. De lo que nos esperaba. Con Ari, un amigo del barrio que desgraciadamente la vida nos llevó a senderos distintos, nos separó, hablábamos mucho. Del porvenir. No sabíamos que iba a pasar. Qué carajo nos deparaba el destino. Y fue una mierda. Él se fue a vivir a Mar del Plata por cuestiones de laburo. Acá no encontraba nada. Y en la facu le iba para la mierda (estudiaba medicina, una carrera en la que necesitás guita y apoyo familiar para avanzar). Como a mí. Historias repetidas, caminos que se disipan pero que terminan confluyendo. Porque sí: porque la vida es una repetición de los errores. Incluso: en los errores propios proyectados en los ajenos. En los ajenos proyectados sobre los propios. Y ahí hay miedo. Hay temor. Somos tan parecidos; nos mandamos las mismas cagadas. Repetimos los mismos errores una y otra vez. Una y otra vez. Y está bien. Todo ese trayecto (y lo sabés Ari) es un error constante. Un error que no se corrige. Mentira que uno aprende. No se aprende un carajo. Tropezamos con piedras constantemente. Yo sigo siendo el mismo de cuando pibe. Él mismo. Mi vieja me lo dijo (y las madres nunca se equivocan): sos el mismo boludo de cuando eras un pendejo. Él mismo. Vos también Ari. Nos equivocamos. Nos vamos a seguir equivocando. ¿Sabés que? No importa. Me chupa un huevo. Yo me equivoqué. Vos también. Y está bien. Elegimos equivocarnos. Elegimos el camino incorrecto. Nose si conscientemente. No lo sé. Sé que elegimos equivocarnos. Y lo elegimos para aprender. Solo nosotros lo sabemos: que en ese error gigantesco que es la vida se vislumbra algo que nos devuelve esperanza. Espero que el futuro sea otro.

1 comentario:

  1. No se si tiene que ver, pero me hizo pensar en algo que escribí hace poco. Te lo dejo. Demás decir que me encantó este escrito tuyo. Saludos!

    La estabilidad emocional está muy devaluada. Las preocupaciones pasan por que uno termine su carrera, sea "responsable y comprometido", tenga una pareja monogámica y estable y "piense en su futuro". Cuánta frase armada, qué poco lugar le dejan a los sentimientos. Lo que uno siente, cómo se siente uno con esas cosas no importa, no. El mundo es así y uno se tiene que acomodar, sin importar nada más. Lo que se está perdiendo de vista es muy grave. Es la estabilidad emocional, la correspondencia entre acciones y sensaciones satisfactorias lo que importa, lo que verdaderamente debería preocupar. Poder decir con sinceridad "soy feliz", "hago lo que me gusta y como me gusta y eso me hace feliz", debería ser lo que se valore. Está más que claro que siempre y cuando uno no joda a nadie.

    Sentir, si se hace de forma auténtica, lo que sea, aunque no sea ni lo esperado, ni lo más "sano", ni justo, ni sencillo, ni jugado, es lo que corresponde. Porque lo que corresponde es sentir. Sentir, más allá de las presiones, los prejuicios y las cárceles. Sentir, más allá de los dichos y los gestos indignados. Sentir como bandera del alma, sentir para saber por qué seguimos respirando y viviendo, sentir para saber que seguimos respirando y viviendo, para buscar en este mundo colores, alivio y sustento. Y para que cuando vengan a pedirnos explicaciones de nuestras acciones podamos decir, sin culpa ni remordimiento, lo hago porque lo siento.

    ¿Cuándo quedará claro que mientras uno no lastime a nadie con lo que hace, nadie tiene por qué lastimarlo a uno desaprobando su estilo de vida, diciendo como tiene que vivir, poniendo adjetivos en sus acciones que poco tienen que ver con la realidad? Una generación encuentra esto imposible de entender. Estar bien, ser feliz, estar tranquilo, no es sencillo en esta sociedad. ¿Cuánta gente -cada vez más- tiene que empastillarse o depender de psicólogos para seguir? ¿Cuánta gente tiene ataques de pánico y ni sabe por qué? Eso es fruto de algo, unas veces es fruto de cosas complejas y jodidas, pero otras, muchas otras es fruto de simplezas que no se permitió o no le permitieron desarrollar.

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